¿En qué invertir?

Pregunta incómoda para muchas personas que ya consiguieron definir que es lo que quieren: “queremos ser cabezas y eso no lo cambiamos por nada, vamos a ser jefes y nunca más vamos a enriquecer a nadie, a no ser a nosotros mismos”.
A partir de allí, comienza una batalla feroz.
¿Invierto en qué?
¿Gastronomía? ¿Tecnología de punta? ¿Construcción civil? ¿Confección? ¿Educación?
¡Ah! ¡Mi Dios! ¿Qué hago con mi vida? ¿Por dónde voy?
En esta busca desesperada por el ramo correcto, las personas luchan de tal manera, que terminan ni atando ni desatando, no suben ni bajan, y salen del mercado de trabajo como entraron: con un drama, un sueño y una mano en la frente y otra atrás.
Resultado de este conflicto: abortan sus metas, renuncian a sus sueños, vuelven a ser esclavas de algún otro y terminan muriendo sin haber provado de la prosperidad. Dejando como herencia, una lista de fracasos y deudas, que parecen impagables.
Y todo esto puede acabar, cuando se dieran cuenta de que la mayor inversión que alguien puede hacer es en sí mismo, pues, ella nunca va establecer un patrimonio mayor que ella misma.
¿Cuándo y cómo sucede eso?
Cuando ella coloca su necesidad de un encuentro con Dios, y de ser poseída por el Espíritu Santo, por encima de cualquier especialidad o formación:
“Entonces el Espíritu del Señor vendrá sobre ti con poder, y profetizarás con ellos, y serás mudado en otro hombre.” (1 Samuel 10:6)
Por lo tanto, invierta seguro: ¡Inviernta en usted!